La agricultura inteligente compensa con tecnología la drástica reducción de tierra cultivable y el aumento de la población, que en 2030 alcanzará los 8.500 millones de personas.
Un técnico controla un dron en una explotación de Primor en Sevilla. PACO PUENTES |
JACOBO PEDRAZA
Tractores autónomos
Marcos Garcés desciende del suyo y deja que siga trabajando para atender al teléfono: “Una aplicación en el móvil registra todo lo que hago y el tiempo y el dinero que eso supone”, cuenta este agricultor turolense. Con 30 años, ha tomado el relevo a su padre en su explotación agroganadera: 300 hectáreas de secano y más de 10.000 plazas para cerdos. Compró el tractor hace un año y habla de él con la ilusión de quien estrena coche: “Es una pasada. Tiene más tecnología encima que un avión. Le marcas el perímetro y el recorrido de la finca y va solo. Racionaliza los fitosanitarios. Compacta la tierra. Gasta menos combustible y ahorras tiempo”. El profesor Valero estima que un 80% de los tractores que se venden en la actualidad están preparados para la función de autoguiado, “que solo en gasóleo supone un ahorro de un 10 o un 15%”.
Precisamente Valero es uno de los responsables del proyecto europeo RHEA, que ha supuesto la llegada de la evolución de estos vehículos: el tractor autónomo. “Ese proyecto se tradujo en dos prototipos de tractor, uno [fabricado por Case IH] que ni siquiera tenía asiento para el conductor, y otro [fabricado por New Holland], que sí tenía espacio para un piloto, aunque incluía los sensores y el software necesario para conducir sin ayudas, incluso con obstáculos o imprevistos”, relata. Case IH cifra que su uso conlleva un aumento de la productividad en un 5%. El tractor analiza su propio estado y el del campo que trabaja, y envía toda la información al agricultor, que puede controlar la máquina a través del móvil o la tablet y ver gracias a un sistema de cámaras lo que está viendo el vehículo. "La pena es que de momento no se puede utilizar en Europa, lo prohíbe la ley", lamenta Valero.
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Manuel Ferrer pasea por una finca de nectarinas en Santiponce, a 15 minutos del centro de Sevilla. Acaban de aclarear (eliminar planta por planta los brotes y las frutas que no llegarán a la madurez necesaria para comercializarlas), pero no puede evitar repasar el proceso, quitar un gemelo malo aquí y un fruto demasiado pequeño allá: “Deformación profesional”, bromea. Conoce la finca palmo a palmo, lleva más de ocho años trabajando en ella. Pero hay cosas que ni siquiera su ojo experto y sus conocimientos como ingeniero agrícola podrían ver. “Instalamos un riego por goteo estupendo, que hace que gastemos mucho menos en agua y que podamos regular la cantidad de agua que utilizamos cuando y como queramos”, explica Ferrer, “pero hasta que no pusimos un sensor de medición del caudal que llegaba a cada parcela de la explotación no nos dimos cuenta de que pasaban dos cosas”. La primera era que en una zona el goteo estaba obstruido y no estaba llegando el agua como tenía que llegar. La segunda, que a veces sus subalternos decidían regar atendiendo más a sus impresiones que a lo que se les había pedido. Gracias a la incorporación de los sensores pudieron corregir estos dos fallos, lo que supuso salvar una parte de la cosecha, con el impacto económico que ello implica.
Los sensores son uno de los principales elementos de la nueva revolución que ya ha comenzado en el mundo de la agricultura y a la que habría que sumar elementos como los drones, la robótica o el autoguiado de vehículos. El mundo ha perdido casi la mitad de su tierra cultivable por persona en los últimos 50 años, según datos del Banco Mundial. En el caso de España, hemos pasado de tener 0,53 hectáreas arables por persona en 1961 a 0,26 en 2014. Mientras tanto la población mundial ha seguido creciendo y en 2030 alcanzará los 8.500 millones de personas, según Naciones Unidas. Las técnicas de precisión en el campo, posibles gracias a esta tecnología, aumentan la productividad y consumen menos recursos. Con menos agua, menos gasolina y menos herbicidas, se obtendrían más alimentos. Parece claro que necesitamos esos beneficios.
El agrario es un sector tradicional al que la tecnología tarda en llegar más que a otros terrenos, pero cuyo potencial de transformación tiene una importancia innegable. “Comparada con otras áreas, la agricultura va por detrás y avanza lentamente. Pero puede convertirse en el principal ejemplo de lo que la tecnología puede hacer por nosotros”, valora Amos Albert, director ejecutivo de Deepfield Robotics, una startup propiedad de Bosch que desarrolla productos y servicios para la agricultura del futuro: “Si producimos más con menos, hay un ahorro económico y una mejor gestión del medio ambiente”.
Primor, la empresa para la que trabaja Ferrer, ha visto en sus 40 años de historia cómo se producía ese cambio en la tierra de la provincia de Sevilla. Cuando empezaron como un negocio entre dos familias (una francesa, la otra andaluza), el ingeniero ni siquiera había nacido. Hoy es una de las dos principales compañías agrícolas de melocotones y nectarinas en la zona. “Hubo una especie de edad de oro y ahora quedan muy pocos dedicados a esto. Explotamos unas 500 hectáreas de melocotones y nectarinas, siempre a la vera del río, en un suelo muy rico”, relata el sevillano. Empezaron a instalar sensores en 2015. “Mi jefe se resistía. Era complicado convencerle de hacer una inversión de varios miles de euros sin garantizarle un retorno, ahorro en costes o aumento de producción”, cuenta mientras escudriña cada árbol.
Estamos a principios de abril, ya hace sol y calor, pero Ferrer no prescinde de la chaqueta ni de las botas de campo. Se sube al todoterreno y se detiene en una calle del cultivo que parece no tener nada de particular. Al minuto descubre que allí se ubica una de las tres estaciones de sensores que monitorizan a tres de los árboles de la finca de Santiponce, la menor de las explotaciones de Primor, de unas 50 hectáreas. La estación se camufla como si fuese un nectarino más, pero de plástico y metal. Sus sensores miden la lluvia que llega a esa zona, la temperatura, la radiación (y la luz) y la humedad del suelo del que se nutren los frutales, a diferentes profundidades, gracias a unos cables que se hunden en la tierra, haciendo las veces de raíces. Una rama y un fruto del árbol de al lado están atrapados en metal, especialmente vigilados, como si fuesen pacientes de un estudio clínico. “La rama sufre cambios imperceptibles de tamaño durante el día y por épocas. Si se estresa por alguna razón, esos cambios son más bruscos”, desarrolla Ferrer, “gracias al sensor podemos saber si está pasando algo extraño y tratar de corregirlo antes de que sea tarde”. Del fruto se observa que su desarrollo y crecimiento esté siendo óptimo. Si cualquiera de los sensores registrase cambios repentinos o alcanzase medidas alarmantes (por ejemplo, con heladas o enfermedades), se enviaría una alerta a los usuarios. Una app permite comprobar los datos en tiempo real y en cualquier lugar, aunque Ferrer suele verlo día a día en el ordenador de su oficina.
Gracias a estos dos años y a analizar los datos, muchas veces con el sistema de ensayo y error, hemos podido mejorar mucho nuestro método”, confirma el ingeniero. La información de los sensores sirve para aumentar o disminuir el riego, para detectar fallos en el diseño de las parcelas, para probar abonos o para conseguir la mejor reacción posible ante imprevistos, por ejemplo, los meteorológicos. Ferrer no cuantifica el impacto económico que esta tecnología ha tenido en sus plantaciones, pero cree que no hubiesen podido capear cosechas difíciles como la del año pasado ni sacar partido de las buenas, como la que parece que vendrá esta temporada. Gonzalo Martín, director de Bynse, la empresa de los sensores en las fincas de Primor, calcula que podría ahorrarse "hata un 40% de agua en algunas plantaciones". El grupo Bosch, que ofrece sus productos de sensórica en España para fresas (en Huelva, donde está colaborando con empresas reconocidas como Fresón de Palos) y espárragos (colabora con la asociación de industrias Consebro, del Valle del Ebro navarro, en un proyecto piloto), cifra el aumento del beneficio en un 50% de media. Sergio Rodríguez, CEO de SmartRural, startup vallisoletana especializada en dotar de recursos tecnológicos a explotaciones agroganaderas, incide en la importancia de lograr "un sistema automatizado y de gestión integral", es decir, que todos los recursos estén comunicados y coordinados, para obtener beneficios reales en cuanto a la carga de trabajo.
Las frutas de hueso, como los melocotones, las nectarinas o las cerezas, han sido una de las principales vías de entrada de los sensores en el campo español, al ser un tipo de cultivo muy sensible a las variaciones y con mucho margen de mejora en la productividad. Otra han sido los viñedos. Las 160 hectáreas de Pago de Carraovejas, en Peñafiel (Ribera del Duero) tienen 12 estaciones de sensores con los que se definen zonas homogéneas de viña en función del suelo, condiciones climáticas, necesidades de riego y fertilización, con lo que logran destinar la cantidad precisa de recursos a cada zona (de ahí el nombre de agricultura de precisión), hacer un seguimiento permanente de las cepas y ganar tiempo de cara a posibles imprevistos. “Son buenos ejemplos de implantación de la tecnología. Explotaciones muy enfocadas al mercado y con recursos y tamaño suficientes. Este tipo de empresas sabe que van a lograr rentabilizar la inversión”, explica Constantino Valero, profesor de Agricultura de Precisión en la facultad de Agrónomos de la Universidad Politécnica de Madrid. España es el primer país del mundo en exportación de vinos, y el caso de Pago de Carraovejas, una de las pioneras en la implantación de innovación digital en todos los ámbitos de la bodega, no es ni mucho menos aislado.
A vista de dron
Además de los sensores, Manuel Ferrer comenzó a probar hace poco con los drones. “Nosotros recibimos imágenes de satélite desde hace años, pero nos sirven de poco. Son solo una foto de un momento muy puntual y no tienen continuidad”, desvela, “lo de los drones, sin embargo, sí que podría ser interesante”. Ferthydrone es la empresa, también sevillana, con la que ha empezado a hacer pruebas. Rafael Rodríguez es su responsable: “Aportamos al agricultor mapas de valor con toda la información agronómica que necesita para sus cultivos”. Mapas que pueden tener una precisión prácticamente a nivel de hoja. Ferthydrone planea el vuelo, lo lleva a cabo, toma las imágenes con una cámara multiespectral de cinco canales, realiza varios tipos de planos y elabora con ellos un informe para el agricultor. Los drones que utiliza Ferthydrone miden poco más de un metro de punta a punta, pesan más de ocho kilos (casi todo de la batería, con una autonomía de unos 20 minutos) y vuelan a unos 20 kilómetros por hora. El ruido de sus cuatro hélices no es molesto, y se hace imperceptible al alcanzar la altura habitual.
Los mapas que crean pueden representar los datos por parcelas (cada división de un cultivo según sus calles), por zonas (todo un cultivo representado como una especie de mapa de calor) o individualmente, árbol a árbol. La cámara toma imágenes en longitudes de onda invisibles al ojo humano, y con ellas se elaboran gráficos de vigor vegetativo, variabilidad (“para ver qué parcelas necesitan una especial atención”, precisa Rodríguez), fertilización (para ajustar el abono o el fertirriego), riesgo o afectación de fitopatógenos y recomendaciones de poda.
Ferrer escucha atento la exposición de Rodríguez y comenta los mapas que utiliza como ejemplo. “Esto son olivos, y tiene pinta de haber un defecto en el diseño del riego para la parcela”, diagnostica. “Lo bueno de esto es que podemos ver cosas antes de que sucedan. En el campo se pasa de tener la planta verde a que se muera y ni te enteras. Estos aparatos registran los cambios en la fotosíntesis de las plantas gracias a la luz que reflejan por la clorofila. Así pueden detectar enfermedades antes de que sea demasiado tarde”, se explaya el ingeniero.
El uso de drones en la agricultura (de hecho, muchos de sus usos civiles) plantea todavía varios problemas. El piloto puede programar un vuelo y que el aparato lo lleve a cabo solo. “Únicamente tendría que coger los mandos para asegurar el aterrizaje”, aclara el técnico. Pero por ley, el vehículo y su responsable tienen que estar a menos de 500 metros, y nunca debe perderse de vista. También le afectan las restricciones del espacio aéreo. No puede volar, por ejemplo, en un perímetro amplio en torno a los aeropuertos. “No podríamos utilizarlos en alguna de nuestras fincas”, advierte Manuel Ferrer, para quien, sin embargo, el principal inconveniente es otro: “Yo no quiero que me hagan tres vuelos al año, con eso no tengo suficiente información. Me gustaría recibir varias muestras para ver qué medidas funcionan y cuáles no, y saber cómo va todo en momentos decisivos como antes de la recogida”. Ferthydrone cobra entre 50 y 60 euros por hectárea por todo su servicio. Realizarlo para toda la explotación de melocotón y nectarina de Primor no costaría menos de 25.000 euros cada vez. Una inversión que de momento es complicada de asumir.
Los drones no solo sirven para hacer fotos. A bajas altitudes (unos 15 metros, cuando un vuelo normal de observación se lleva a cabo a 120) pueden rociar agua en los cultivos, algo que puede parecer absurdo en zonas con suficiente lluvia como suelen ser las de los regadíos. Pero a frutas como las cerezas, que con demasiada lluvia pueden perder su consistencia, les viene mejor recibir agua por aspersión. No solo se puede arrojar agua: en Japón se ha extendido desde hace años el uso de un dron Yamaha RMAX para rociar pesticidas y fertilizantes. Hoy lo usa el 40% de los campos de arroz nipones.
Tractores autónomos
Según COAG (Coordinadora de Organizaciones de Agricultores y Ganaderos) la penetración de la agricultura de precisión es mayor en zonas de producción más industrial como Almería, y el avance es menor en cultivos de secano. “Ahí ya no es tan fácil sacarle partido a sensores o drones”, amplía el profesor Constantino Valero, que sin embargo destaca que uno de los elementos más exitosos de esta ola de innovación se ha extendido por los campos de cereales: el tractor autoguiado.
Precisamente Valero es uno de los responsables del proyecto europeo RHEA, que ha supuesto la llegada de la evolución de estos vehículos: el tractor autónomo. “Ese proyecto se tradujo en dos prototipos de tractor, uno [fabricado por Case IH] que ni siquiera tenía asiento para el conductor, y otro [fabricado por New Holland], que sí tenía espacio para un piloto, aunque incluía los sensores y el software necesario para conducir sin ayudas, incluso con obstáculos o imprevistos”, relata. Case IH cifra que su uso conlleva un aumento de la productividad en un 5%. El tractor analiza su propio estado y el del campo que trabaja, y envía toda la información al agricultor, que puede controlar la máquina a través del móvil o la tablet y ver gracias a un sistema de cámaras lo que está viendo el vehículo. "La pena es que de momento no se puede utilizar en Europa, lo prohíbe la ley", lamenta Valero.
Fabricantes, empresas de servicios y agricultores coinciden en señalar que el avance de la automatización en el campo es lento. “En parte va a producirse por obligación”, vaticina Amos Albert, entrevistado en el seno del congreso Connected World en Berlín, al que asistió EL PAÍS invitado por Bosch. Albert subraya el envejecimiento de la población rural y el progesivo y constante abandono del campo y especialmente de trabajos tradicionales como el de agricultor o ganadero. Bosch es una de las empresas punteras en la puesta en común de robótica y agricultura. Su Bonirob es un vehículo de cuatro ruedas (cuyas patas pueden adaptarse a la altura y anchura del cultivo) que alberga un módulo modificable para realizar diversas funciones. Con sensores y una especie de punzón mecánico, logra identificar y eliminar todas las malas hierbas con una rapidez inalcanzable para un humano. Utiliza machine learning para aprender a realizar sus tareas. “Así, los robots podrían ayudar a acabar con los herbicidas”, desliza Albert. La idea inicial del proyecto RHEA, en el que participó Constantino Valero, era una combinación de drones y robótica pensada también para eliminar maleza: “Los drones salían a volar, generaban un mapa de malas hierbas y se lo enviaban a los tractores-robots que las eliminaban repartiéndose la tarea automáticamente”, explica. Ninguno de estos productos se ofrece de momento en España, y su uso en Europa es muy puntual: “En general estamos en fases de investigación. En Japón sí existen robots que siembran arroz, aunque su uso no es masivo. En Europa hay algunos invernaderos, por ejemplo en Holanda, que utilizan robots para cosechar sus productos”, amplía el profesor de la UPM.
Amos Albert resta importancia al impacto que pueda tener la automatización de la agricultura en el empleo: “Claro que tiene repercusión. El tipo de trabajo cambiará, la toma de decisiones ya es diferente a la de hace años. Cambiará pero no terminará con los trabajos. Siempre se necesitará un operario. Hay tareas que no son para robots. Y además en Europa el sector representa más o menos al 1% de la sociedad”. Los agricultores son cautelosos, pero ven consecuencias claramente positivas. “La gente de mi edad, mis amigos, ya no quieren trabajar en el campo. Piensan que esto es el tópico del señor con la boina y la cachava, pero no es así. Aquí se utiliza día a día alta tecnología en todos los ámbitos”, opina Marcos Garcés, que cree que la innovación y dejar de realizar tareas tediosas son elementos que pueden ayudar a incorporar gente joven al mundo agroganadero.
Manuel Ferrer emplea en la época de recolección de nectarinas y melocotones a más de 1.000 personas de toda la provincia de Sevilla. “Para algunas tareas necesito gente que sepa, que lleve años haciendo esto”, confiesa. “Los datos y las recomendaciones son muy útiles, pero hay que pisar la tierra para creérselos”, dice sin dejar de mirar a las plantas.